martes, 16 de mayo de 2017

LA CIUDAD DEL SILENCIO




LA CIUDAD DEL SILENCIO (*)


                                                  Si no podemos comprender a Dios en sus obras visibles,

                                                              ¿cómo lo comprenderíamos en los inconcebibles
                                                              pensamientos que dan vida a sus obras?

Edgar Allan Poe – El demonio de la perversidad



Hasta la tragedia de Benarés poco se sabía del Dr. Miles Burford, un caballero que se presentaba como cirujano de la Casa Real. Sin embargo, los rumores sobre su pasado incluían experimentos con criminales, abominaciones varias y un exilio obligado. Alguna verdad habría porque su obsesión lo siguió hasta aquí. Se asoció a los Aghori, una secta de espiritualidad extrema que adoran a Shiva. Creen que lo bueno y lo malo, lo devoto y lo profano forman parte de un único todo y que, para alcanzar la iluminación, es preciso cometer toda clase de infamias. Andan desnudos y se untan con cenizas de los cuerpos incinerados. Ingieren excrementos y los más devotos alcanzan un estado ulterior de conciencia comiendo cadáveres flotantes del Ganges. Juzgan que mediante este acto blasfemo obtienen poder sobre la muerte. El médico abrazó el credo de los Aghori pero urgido por un afán distinto. Al principio, sólo le era lícito participar en los rituales de magia negra y sexo con mujeres en sus días impuros. Luego, un gurú lo inició en la ingesta maligna. Tras lograr el ascetismo requerido desafió la cordura probando la carne de los muertos. Entonces se proclamó Libertador de la Muerte y a partir de allí no era infrecuente ver procesiones que se allegaban con un difunto a cuestas. Mientras fue gente de los Pueblos Negros no pasó de un carnaval grotesco. El escándalo se desató cuando un director de la Compañía de las Indias Orientales trajo a su hija fallecida de tisis. Nunca hubo tanta gente en La Ciudad del Silencio. Quizás la fe del Dr. Burford no era bastante o tuvo miedo de fracasar, el caso es que, además de la nigromancia, himnos y mantras, adicionó una dosis de galvanismo. Sea por una cosa o la otra, la cara ovalada de la chica empezó moverse. Los espasmos se hicieron más evidentes. En el auditorio se sucedieron los desmayos y muchos vomitaron. El rostro de la malograda se pobló de muecas. La última fue una especie de sonrisa diabólica. Después se deformó y explotó salpicando a los curiosos. El padre de la pequeña mató ahí mismo al médico y los cipayos masacraron a los Aghori. Es una lástima. La electricidad no era necesaria. Conmigo no le hizo falta.



© Pablo Martínez Burkett, 2017


(*) El presente cuento fue publicado en el #155 de la Revisa miNatura, dossier "Científicos Locos" y tiene también una precuela "La dosis".


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